11 de febrero de 2013

PERDIDA.

Cuando Ana miró a su alrededor se dio cuenta de que ya no estaba en su habitación. Entonces empezó a recordar. El recuerdo de una sombra por su habitación comenzó a tomar forma. Sí; Eso era. Estaba durmiendo y de repente un ruido la había despertado. Se había incorporado y una sombra borrosa la había inmobilizado. Ya está. Eso era todo. Ya no recordaba nada más.
Ana se estaba preguntando dónde estaba y qué iba a pasar cuando de repente oyó un ruido casi inaudible, pero suficiente para alarmarla.
¿Qué hacer? Decidió hacerse la dormida. De repente oyó como se abría un puerta. Unas voces susurraron algo y la puerta se volvió a cerrar. Con miedo, Ana decidió que era el momento de explorar.
No se veía nada, pero se acordó de que tenía una pequeña linterna escondida en un bolsillo del abrigo. Al contrario que el bolso, no se lo habían quitado. La tenue luz alumbraba lo suficiente como para ver un metro más allá de donde estaba: un lugar algo húmedo, pero no sucio. Olía a productos de limpieza, y había un montón de cosas que parecían abandonadas apartadas a un lado. Se movió en busca de una ventana, pero no había ninguna. Aquello debía ser un trastero.
Pero... ¿quién se había molestado en limpiar un trastero que tenía objetos seguramente ya olvidados? Fue entonces cuando se dio cuenta de la realidad. Aquello había sido un secuestro planificado.


Aquel sábado iba a ser diferente. Quería parecer arreglado y algo informal,  pero que se notase que iba un poco elegante. Menudo lío que se estaba haciendo, como si al él le hubiese importado alguna vez ir bien combinado. Al final se decidió por una sudadera verde con unos vaqueros. Fue a la habitación de sus padres y entró en el baño. Abrió el armario y, entre los cientos de frascos de su madre, la encontró: la colonia de su padre. Comprobó que no hubiese nadie, a pesar de que sabía que estaba solo en casa y se echó un poco. Salió de la habitación y salió a la calle a toda prisa. Se dirigió a paso rápido hacia su cafetería preferida, y a unos metros de ella comprobó la hora. Faltaba un minuto para las cinco y media: no había llegado tarde. Entró con paso decidido y echó un vistazo rápido. Parecía que aún no había llegado. Se sentó en una mesa apartada a esperar. Pasaron los minutos. Ya eran las seis. No podía ser. Ana jamás le haría eso. La llamó al móvil, pero no contestaba.
Conocía a Ana desde hace mucho, y siempre le había parecido una persona increíble. Después de meses tonteando, por fin se había atrevido. Sabía que ella era tímida, pero por lo menos tendría que haber avisado. Salió a la calle, y lleno de rabia tomo el caminó de vuelta a casa. Lo recorrió sin fijarse por donde iba, cuando sin querer tropezó con un hombre. Iba a levantar la cabeza para pedir disculpas, pero nada salió de su boca. De repente se sentía mareado y parecía que iba a desmayarse. Parpadeó un par de veces y echó a correr.

No paró hasta llegar a casa. Subió las escalera y se encerró en su habitación. La sensación de impotencia recorría su cuerpo. Cogió el vaso que reposaba en su mesilla y lo lanzó contra el suelo, rompiéndolo en cientos de pedazos. Uno de ellos le arañó la cara, pero le dio igual. Ya nada importaba. Se sentó en la cama y una lágrima se deslizó por su mejilla. Cuando oyó abrirse el garaje supo que su madre había llegado, pero no se molestó en limpiar los cristales del suelo. Siguió encerrado cuando oyó a su madre subir, y cuando esta llamó a su puerta. Solo cuando le dijo que abriera porque se empezaba a preocupar, pareció ser consciente de la realidad. Dejó pasar a su madre y no respondió ante su cara de interrogación. Solo cuando le empezó reñir por el vaso roto le contó todo. De tirón, sin ni siquiera fijarse en la reacción de su madre. Cuando acabó su relato se escabulló de los brazos de su madre, salió sin decir nada y fue a la cafetería donde había quedado con Ana, pero no entró. No pudo. Se dio cuenta de que no tenía nada que hacer allí, así que decidió volver a casa. Su madre seguía allí, hablando por teléfono, seguramente con los padres de Ana.
Se sentía fatal. 
El cartel de desaparecida no se iba de su mente.

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